Cristián Warnken: “No hemos sido ciudadanos, sino consumidores”

Cristián Warnken es un intelectual. De hecho, vive de ser un intelectual. Y ese diario vivir incluye cursos donde enseña a interpretar el Nuevo Testamento desde una visión poética; hacer entrevistas televisadas a un crisol de personajes que desafían a pensar (lo que nunca es fácil) en Una nueva belleza que trasmite TVN los domingos; tener parte de un café forrado en libros (Mosqueto 440); ser director de las Escuela de Literatura de la Universidad del Desarrollo; e, incluso, ser una de las valientes voces que el sábado 17 de junio, en la Plaza Italia, se manifestaron espantados por el nivel de violencia que, dicen, alcanza la ciudad, por lo que pidieron hacer algo, salir a las calles, habitar la ciudad y sus barrios para recuperarla.

Es decir, Warnken no es un intelectual de biblioteca, sino todo lo contrario, es un tipo que vive su ciudad, hace lo posible para que las cosas mejoren y que, en el fondo, quiere que las cosas no solo se piensen, sino que también se hagan.

Existe cierta belleza en la tragedia. Bajo ese punto de vista, ¿es Santiago bello?, ¿es un sobreviviente de sus propios ciudadanos (o arquitectos)?, ¿es simplemente una muestra de una modernidad mal entendida?¿Cómo lo defines?
Santiago, “esa bella ciudad envenenada” (para usar el título de un libro de poemas de Pedro Prado, poeta y arquitecto); el regalo no abierto, el destino asumido con ansiedad y precipitación, y no como lo recomendaba Godofredo Iommi en “Amereida” en esos versos en que pide que ojalá el destino despierte para “nosotros mansamente”.

No hay entorno más propicio, paisaje más tutelar y no hay respuesta (urbanística y arquitectónica) más dispar ante la pregunta abierta del territorio. Nos ha faltado “pensar desde la provincia” (Heidegger), desde la provincia que somos, desde nuestra austeridad. Nos ha matado -en suma- la “siutiquería”, la inautenticidad, el temor a ser lo que somos. La copia infeliz del Edén…

Alguien dijo por ahí que Santiago es bien bipolar y es común toparse con gente que piensa que la ciudad es lo peor y otra que la adora. Yo creo que está de moda Santiago, y la ciudad y sus barrios están mucho mejor que hace 10 años (se recupera el casco histórico, se valoran barrios clásicos, etc.). ¿Eres optimista frente a la ciudad?
Santiago ha mejorado en servicios, oferta urbana gastronómica (cafés y otros) y recuperación de barrios (Bellas Artes, Concha y Toro, Plaza Brasil, etc.). Pero está destruyendo barrios de la zona oriente (Providencia, Las Condes, Vitacura) y no encuentra su tamaño ni su ritmo. Nadie piensa, se toman decisiones precipitadas, ansiosas, aplican teorías desde el escritorio, no se planifica desde el amor a la ciudad real, hay una tentación faraónica que puede matar nuestra ecología urbanística…

¿Cuán responsables somos como ciudadanos de lo que pasa en nuestra ciudad? ¿Es el Estado el que tiene que encargarse de que tengamos más áreas verdes, mejor locomoción o es culpa de nuestra incapacidad de organizarnos como colectivo que exija sus derechos?

No hemos sido ciudadanos, sino consumidores. Recién empiezan a verse movimientos de vecinos que van a llenar ese abismo entre el mundo político (municipios-ministerios) y el mundo de los barrios. El mundo político dejó de representarnos hace mucho y una ciudad herida comenzará a manifestarse de a poco ante el “asesinato de barrios”, la delincuencia, etc.

¿Crees que Santiago realmente se habita?

La primera percepción que me viene es la de Miguel Laborde. Le leí que hace 30 años, hablar de ecología era visto como una especie de esnobismo de intelectuales alemanes y hoy la ecología es de todos. Va a pasar lo mismo con lo que uno podría llamar la ecología urbana. La ciudad tiene una historia, tiene un latir. Pero yo creo que nuestros intelectuales, me incluyo, no hemos estado a la altura de pensar, mirar o incluso ficcionar esta ciudad en los últimos decenios. Nuestra mirada siempre ha estado volcada hacia afuera. Los chilenos vamos a Buenos Aires a recorrer la ciudad, pero no recorremos la nuestra.

¿Muy conscientes de lo que pasa al otro lado, y no de lo nuestro?

Claro. Está la incapacidad de asombrarse con lo propio. Yo no estoy hablando de una cuestión folclórica, ni de charango, ni de que tengamos que ser andinos. No. Hoy en día la ciudad es vista como una página en blanco sobre la que los ingenieros trazan líneas. Pero no se ve a la persona que cruza la calle, al gallo que vive en la esquina. No veo amor por la ciudad. Es que acá hay una paradoja, porque pasamos muy rápidamente a ser urbanos y talvez no tuvimos una etapa así como de adolescencia.

¿Es posible en el 2006 pensar en volver a tener barrios como los que tuvieron nuestros padres? ¿No corresponde eso a otra realidad y a otra época?

Hay que reciclar lo antiguo sin necesidad de arrasarlo, eso lo he visto en Buenos Aires, París, etc. Aquí se piensa que modernizar es borrar del mapa. Y reciclar significa digerir el pasado, refundarlo, sin atraparse en la nostalgia ni caer en la soberbia del mito (decimonónico) del progreso.

¿Cuánto pueden y deben hacer los arquitectos por los barrios? ¿Al final, no son ellos los responsables de la ciudad que hoy es Santiago?

Los arquitectos -como Pilatos- se lavan las manos. Necesitamos menos arquitectos-pequeños dioses y más arquitectos al servicio de la ciudad. Arquitectos que piensen menos en la foto y más en los habitantes. Arquitectos que funden en un diálogo con el territorio y los ciudadanos, más que un monólogo egocéntrico y vanidoso. Arquitectos con los pies en la tierra y el espíritu en el cielo.

LO QUE ESCUCHÓ ULISES

¿Has escuchado la canción de los barrios asesinados, cuando cae la tarde en Santiago?

Yo los he escuchado llorar, como lloran los niños o jóvenes a los que alcanzó una muerte prematura y absurda. Lloran con desgarro en esquinas vacías o rotas, su lamento nace desde el fondo de calles que cambiaron de nombre, y se alza como un coro griego frente a las frías fachadas de edificios nuevos y limpios de pasado.
Camina una tarde cualquiera por Providencia, Ñuñoa, Vitacura, Santiago o Las Condes, intenta recuperar los momentos que viviste cuando niño o joven, detente en el lugar donde el olor a pasto recién cortado unido a la sonrisa de una Beatriz de tu cuadra te hizo creer un día, hace tantos años, que la felicidad estaba a la vuelta de la esquina.
Entonces, cuando ya no encuentres ni su casa, ni la tuya, ni el árbol donde escribiste su nombre y el tuyo con tu primer cortaplumas, y no puedas ya oler ni ver tu pasado (que es, talvez, lo único real que te va quedando), entonces escucharás la canción de los barrios asesinados.

Se te alojará en el centro de tu pecho, te darán ganas de llorar y gritar, frente a un edificio igual a miles de edificios que se levantan todos los días, como por arte de magia negra, en Santiago, un edificio que tú sabes envejecerá mal y que vino a ocupar, con la prepotencia de un invasor, “tu” esquina, tu infancia.
¿No han escuchado los alcaldes, los seremis de Vivienda, las inmobiliarias voraces, la canción de los barrios asesinados? En sus cómodos escritorios firman y firman permisos de construcción, que van demoliendo todo pasado que se les cruce por delante, como si quisieran deshacerse de nuestras odiseas de barrio, de nuestras pandillas sagradas, de todo lo que nos dio fuerza un día para salir -como Ulises- a conquistar el mundo.
Mañana, nuestros nietos nos tomarán de la mano y nos preguntarán desesperadamente: “¿Cuál era la casa donde viviste, tata? ¿Dónde viste por primera vez a la abuela Beatriz?”. Entonces, les diremos: “Ya no están esos lugares, solo siéntate aquí conmigo a escuchar la canción de los barrios asesinados; estos edificios que ves son las lápidas que la usura colocó sobre nuestros jardines muertos…”.

El Ulises de Homero, o el más moderno de Joyce, o de Paul Auster, sabían que, si volvían, encontrarían a Itaca o Dublín o Brooklyn más o menos como los habían dejado. Y que sus viejas ciudades o barrios eran talvez más pobres, menos vistosas, más grises que las que habían conocido en sus largos periplos, pero a ellos podían volver como un perro herido vuelve al lugar donde nació, a marcar su territorio.
Pero Ulises ya no podrá volver aquí, porque no habrá un “aquí”. Santiago será recordada como la ciudad que liquidó su futuro por asesinar su pasado. Telémaco no sabrá dónde vive su padre, Penélope habrá vendido su alma a la inmobiliaria “Hades” y no querrá saber nada de viejos amores de barrio (“¡Con la plusvalía que hay!”). Su fiel perro Argos enloquecerá buscando calles que se borraron del mapa. ¿Hay algo más triste que un perro buscando un lugar que ya no existe?
Con la mirada perdida frente a una esquina arrancada de cuajo (la de la Plaza Las Lilas, por ejemplo), Ulises Santiago será el último habitante que escuche -entre los ruidosos cantos de sirenas y alarmas- la canción de los barrios asesinados. Después, todo será olvido.

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