Superfrío

El Centro Cultural La Moneda: un agujero sobre el centro exacto del país -el perímetro de aquel blanco señalado desde el cielo en 1973 por los Hawker Hunters- donde alguna vez hubo sangre y sonidos de metrallas, y bombas y escombros, y un telón que era un tupido velo que tapaba la destrucción. Eso fue antes. Ahora, en el recompuesto subsuelo está instalada una arquitectura patrimonial de última generación. Un laberinto transparente de vidrio más cemento, más infinidad de niveles y salas, y árboles y cascadas de agua. Un laberinto que también puede ser un patíbulo: Nicanor Parra colgó las siluetas gigantescas de todos los presidentes de Chile como una extraña e inquietante moraleja sobre la fugacidad del poder.

La Bienal, por primera vez, es fría. Efecto del espacio, me imagino. Antes, la Estación Mapocho tenía un sistema de ventilación pésimo. Pero era algo obvio: a los próceres del Centenario les preocupaba más la monumentalidad que el aire acondicionado. Ahora, en los márgenes del Bicentenario, la climatización de los espacios es el centro de todo. Rollo minimal. Rollo europeo. Rollo zen: que lo patrimonial no parezca patrimonial, que ese costado sea un sofisticado efecto lateral del funcionalismo del espacio.

La muestra: miniaturización de maquetas, data shows al por mayor, la sensación de grandilocuencia que podía proyectar la Estación Mapocho era imposible bajo la Moneda. A veces, menos es más. A veces, menos simplemente es menos.

Gente, poca gente: chicos y chicas outdoor + tipos con pinta de profesores (look formal ligeramente desencajado) + estudiantes tomando anotaciones + escolares mirando desde los pisos de arriba (tal y como se observa una vista aérea: las maquetas como los barrios de una ciudad dispuesta para ser bombardeada en cualquier momento) + tipos que sacan fotos + uno que otro sujeto concentrado en las imágenes proyectadas de la muestra + chicas y chicos a la deriva (sin saber qué ver, como si todo les molestara, como si el espacio fuera más bien una cripta).

El tono. O el eco. Hay algo raro en el lugar. La luz o la manera en que se dispara el sonido, como si el espacio del Centro no se acostumbrara a reverberar los ecos de las conversaciones, que se repiten o se apagan o suben y bajan octavas como quien desciende desde la calle hasta la Bienal, y entre las maquetas y los plotters de alta resolución, y los brillos sobre el flamante piso oscuro del lugar.

Y Falta algo extraño. El ruido de la calle. O la mugre. La Estación Mapocho tenía un microclima que funcionaba apenas: lo exterior penetraba la piel de fierro del lugar para volverlo insoportable o genial. Aquí no pasa eso. Para nada. Hay algo aséptico en esta Bienal: en las obras que lucen casi siempre como faros en un descampado o casas de playa sobre las dunas. La muestra, me doy cuenta, no se integra al ambiente: las fotos y las maquetas están deshabitadas, son imposibles de apreciar como un paisaje a escala humana. Por el contrario, parecen sacadas desde otro planeta, postales de un universo que no existe. Uno se pregunta quién vive en esas casas y habita esos hoteles. Uno se interroga cómo todo ese vidrio, madera y cemento sobrevivirán al paso del tiempo, cuáles serán las manchas y las muescas que los años estamparán -la fatiga de los materiales como el equivalente de la edad de los árboles- sobre estas construcciones. Cuáles serán sus arrugas en el caso eventual de que lleguen a ser ancianas. Uno se pregunta si podrán envejecer o simplemente desaparecerán, o si se borrarán de la superficie del país simplemente como un espejismo. De ahí que lo más impresionante de la XV Bienal de Arquitectura sea la nube que flota en la bóveda gigantesca que es el lugar. Una nube que parece una plaga, pero es una nube: más de un centenar de postales -dibujos de niños- suspendidos en el espacio sobre el cielo. Son los sueños de la ciudad que la Bienal es incapaz de contener: las imágenes estilizadas de un lugar inexistente, una invasión de fragmentos de un futuro que aún no llega, la decoración de un árbol de navidad gigantesco e imposible.

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