Armando Uribe: “La ciudad son sus habitantes”

Autoexiliado de la ciudad desde hace diez años, agazapado en su departamento frente al Parque Forestal, nuestro Premio Nacional de Literatura 2004, Armando Uribe, sigue teniendo absoluta lucidez para contrastar el Santiago de hoy con el que alguna vez, a su modo de ver, tuvo coherencia.

Abogado, ex diplomático, poeta y ensayista, el Premio Nacional de Literatura (2004) Armando Uribe es un observador recurrente de la sociedad chilena, algo así como un vigía de las conciencias e inconsciencias nacionales. Más lúcido que nunca a sus 74 años, sigue haciendo fuego a discreción sobre la hipocresía y la injusticia que, a sus ojos, anegan Chile. Pensamientos que ha dado a conocer a través de colaboraciones en medios y conversaciones −como esta entrevista con revista CA− que sostiene con quienes llegan a visitarlo en su departamento ubicado sobre el Parque Forestal, su lugar elegido hace diez años para esperar “el buen o el mal morir”. Alto y formalmente vestido, saluda de la mano antes de acomodarse en un sillón de cuero de su escritorio, lugar donde guarda un tesoro literario incalculable, repartido en repisas y cajas polvorientas, el todo presidido por un altar de fotos que recuerda a su fallecida esposa, Cecilia Echeverría.
Reacio en un principio a explayarse sobre la ciudad de Santiago, por considerarse extremadamente crítico de ella, la experiencia de Uribe como diplomático −vivió en una decena de países− y el conocimiento acumulado en sus años de lecturas y reflexiones, rápidamente lo llevan a contrastar lo que fue y ya no es y a preguntarse por qué cada rincón de la ciudad se levanta de cierta forma. Para comenzar, circunscribe el territorio:

“La mayor parte de las veces (en los temas que refieren a la ciudad) no se habla de la población general ni del pueblo, sino que se está hablando de ciertos sectores acomodados, por lo tanto no hay posibilidades de hablar de un chileno en general que vive en un barrio jardín, dada la existencia todavía de un gran sector de la población sin domicilio propio, lo que se traduce en el fenómeno de los allegados. Yo soy contrario a generalizaciones de esta especie. Los allegados son fenómenos sociales colectivos que no se resuelven pese a que ya un presidente de Chile –Pedro Aguirre Cerda− tenía como lema darle a los chilenos ‘pan, techo y abrigo’. Han pasado casi 70 años desde eso y todavía hoy no todo chileno tiene techo bajo el cual guarnecerse. Eso ocurre con exceso en el caso de las personas que a sí mismas se llaman ‘de la calle’ y que son los casos de la más extrema pobreza, en ciudades como Santiago y otras de Chile. Quiero subrayar que cuando hable de estos temas (sobre la ciudad), voy a referirme a la situación de personas que sí tienen domicilio fijo y donde alojar.”

Para Uribe, esta minoría privilegiada tiende a ser considerada lo más expresivo de la sociedad chilena. “En entrevistas, artículos, ensayos, se suele afirmar que el chileno es así o asá. La realidad es que en países como el nuestro no existe actualmente un análisis publicado de las clases sociales y, en general, se tiende, con un sistema norteamericano, a calificar a las personas con letras de abecedario por tener tales o cuales ingresos anuales, clasificaciones puramente mecánicas que no resuelven el asunto principal de una sociedad que necesita saber efectivamente quiénes pertenecen a un sector social. Yo tiendo a creer que las divisiones por clases sociales deben ser descritas con denominaciones que el uso del lenguaje ha traído a la vida pública en Chile: divisiones como la de roto y caballero, como la de medio pelo y siútico, son correctas para ser usadas en nuestro país.

Definiciones más, definiciones menos, una vez arriba del tema a Armando Uribe no le cuesta reflexionar en torno a la ciudad. Fuera de Santiago, ha vivido en Roma, Nueva York, Washington DC, Beijing y 17 años seguidos exiliado en París. Además conoce otra serie de ciudades como Viena, Barcelona, Madrid y Ciudad de México, “pero en ellas nunca he hecho vida de turista”, aclara.

¿Hay algo común a todas esas ciudades que nombra?

“En mi experiencia, las distintas ciudades del mundo, incluyendo Santiago, pasan a ser significativas por las personas que las habitan y que uno entra a conocer cuando ha vivido propiamente en una ciudad. Para mí, la arquitectura y la historia de las ciudades está mejor representada por las personas que por los propios edificios o construcciones. Son las personas vivas las que le dan, incluso, la dimensión histórica al lugar, puesto que en muchos casos no sólo han nacido ahí, sino que han tenido a sus antepasados en ese mismo espacio. Eso no significa que yo le niegue su sentido a la arquitectura, el ornato o el urbanismo de las ciudades, sin embargo, el tema de los habitantes a mi modo de ver pesa más.”

¿Cómo explica su mirada crítica de Santiago?

“Ya desde niño Santiago nunca tuvo para mí mucha forma. Más bien era una ciudad, hasta el año 50, que uno podía designar en su centro y su periferia, pero no eran tantas las construcciones que lo caracterizaban sino paradójicamente, las destrucciones. Es decir, la precariedad de la ciudad de Santiago. Incluso recuerdo haber ocupado la frase, cuando tenía 12 años, de que Santiago era la camisa del hombre feliz. Me refería a un cuento infantil donde la felicidad consistía en que el hombre no tiene camisa. Yo sostenía que, en ese sentido, Santiago era descamisado, una ciudad a pie pelado, una ciudad pretenciosa a pata pelá. La ocupaba para describir algo que es muy corriente: la pretensión acompañada de deformidades o carencias.

¿Y cómo se evidencia esa pretensión?

“Existe un conjunto de construcciones que han gozado de prestigio y que han merecido respeto, pero que al momento de ser hechas se hicieron de manera pretenciosa. Me refiero al Barrio Cívico alrededor de La Moneda. Ahora bien, otras veces ha habido obras urbanas que han durado y que yo no creo que puedan ser llamadas pretenciosas, como el Parque Forestal o lo que antes se llamaba el Parque Cousiño, que como todas las cosas que ocurren en las ciudades chilenas: decadencia, decaído, decayendo, decayó. Era la idea, cuando se proyectó el Barrio Cívico, que Santiago tenía que parecerse a una gran ciudad de otra parte. Entonces los edificios llamados rascacielos en esa época le daban una apostura. Pero yo lo he considerado siempre muy feo en términos estéticos, algo que no cambia en nada lo que puede calificar al resto de la ciudad, que se caracteriza por su profunda fealdad.”

Uribe entonces remite a la literatura.

“Un gran escritor chileno del siglo pasado, Joaquín Edwards Bello, en los años veinte escribió que en Chile se profesa el culto a la fealdad, y daba como emblema la leyenda del imbunche, que decía que los brujos del pueblo indígena escogían a un niño al nacer, raptándolo para deformarle los miembros del cuerpo: le giraban los pies, los brazos y la cara, cerrándole todos los orificios del cuerpo. Así también lo describía Julio Vicuña Cifuentes en un libro sobre mitos chilenos. En los años 30 visitó Chile un gran escritor lituano llamado el Conde de Keyserling y, por supuesto que sin conocer lo escrito por Edwards Bello, al volver a Europa habló del cultivo a la fealdad que hay en nuestro país, coincidiendo plenamente con lo escrito por el chileno. Una opinión que compartieron dos observadores de primera categoría de la realidad nacional chilena. Yo creo que es una gran verdad que existía en los años 20 y 30, como existe ahora en el 2000 y tanto. La fealdad es lo que se privilegia y eso se realiza destruyendo y otras veces construyendo.”

¿Hay maneras de atenuar fealdad?

“La obra de los artistas, incluyendo a los escritores, consiste principalmente en sacar belleza de la fealdad, es una cierta belleza que se logra creando. Basta ejemplificar con la mayor obra de Neruda, Residencia en la Tierra, que evidentemente saca belleza de las fealdades. Vicente Huidobro y Carlos Pessoa también lo hicieron. Por ejemplo, el escultor Samuel Román fue muy criticado por las deformidades presentes en algunas esculturas suyas, como una de dos educadoras que está al costado de una fuente en la Alameda y que fueron llamadas por mucho tiempo las Guatonas. Su cuello era larguísimo y eso se consideró siempre una deformidad.”

¿Qué rasgos o comportamientos perpetúan ese culto a la fealdad?

“La pluralidad de estilo, por ejemplo, es un elemento clave de la fealdad de Santiago. Cuando se mantienen estilos semejantes en varias cuadras de una ciudad, con el paso del tiempo eso adquiere un carácter que se acerca a la belleza. Pueden no ser bellas algunas construcciones de las calles de París, pero el conjunto induce una especie de ánimo de tranquilidad y armonía. Nada de eso se encuentra en la ciudad de Santiago. Hay extravagancias y, a veces, éstas despiertan más interés que lo común y corriente. Un barrio extravagante es el barrio París y Londres, al costado de la iglesia de San Francisco; también el barrio Concha y Toro y hoy el cerro Santa Lucía. Había lugares plácidos, como la plazoleta que quedaba al lado de la iglesia de Santo Domingo, con sus árboles antiguos y una pileta. Pero hoy es muy difícil encontrar lugares que tengan interés por su arquitectura colindante.”

¿Cómo se explica, a su juicio, esta propensión santiaguina a la fealdad?

“Más que incultura, en Chile hay una tendencia a lo enciclopédico, es decir, a colocar en la ciudad distintas formas provenientes de arquitecturas de otras partes del mundo, formas hechizas respecto de la historia de nuestro país y de la ciudad de Santiago, que comenzó en el siglo XVI siendo un campamento. Los campamentos nacen con espíritu pasajero y ese espíritu es lo que todavía tiene de campamento la ciudad de Santiago.”

¿Cómo llegó a vivir a este departamento en le Parque Forestal?

“En los lugares donde viví más tiempo, siempre fue mi esposa la que elegía los lugares donde vivir. Aquí en Santiago encontró este gran departamento en una cuadra muy parada, porque tiene el parque al frente. Este edificio fue hecho por el arquitecto Juan Echeñique y él vivió y murió en el último piso. Entonces nos vinimos, porque si vivía el arquitecto significaba que el edificio funcionaba bien.”

¿Cuáles son los cambios más radicales que ha visto en la ciudad?

“Yo salí en 1968 como diplomático y volví el año 89, es decir, estuve casi 20 años afuera. Al retorno fue como si la ciudad me la hubieran cambiado por una peor de la que yo recordaba. Creo que alguna coherencia, aunque fuera superficial, tenía la ciudad de Santiago hasta el año 50. La ciudad perdió eso totalmente en los últimos 30 años. Ya no reconozco calles que antes conocía bien en barrios como El Golf o Las Condes. Desde luego que también había cosas que ya no hay, como un solo centro de la ciudad, lo que le daba un sentido. Por eso es que, habiendo nacido aquí, me considero una persona que está de paso en Santiago, más de lo que estuve en otras partes. En Roma no me he sentido pasajero, pero en cambio acá me siento efímero.”

¿Qué lo hizo volver y quedarse?

“Me atrajeron dos motivos. Uno familiar: mis antepasados europeos han dejado todo para vivir en Chile, lo que me hacía sentir más en matrimonio con el mismo país, porque fui formado por una familia arraigada en Chile. Pero por sobre todo hubo un aspecto que hizo que me viniera en Chile, siendo que podría haberme quedado en París, una razón emocional. Y es que, de todos los países donde he vivido, los chilenos somos los más desgarrados: algo no calza con nosotros. El desgarro pasa por creer que son lo que no son y por no creer que están en el lugar donde están. Esta falta de certidumbre de que uno es como es y es lo que es, que no tiene que ver con la seguridad sicológica, es una especie de respuesta al revés a la pregunta esencial de quién soy yo, quiénes son los nuestros, de dónde vengo y hacia donde voy.”

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